lunes, 30 de octubre de 2017

Jesús de los cardos



 Jesús sabía obedecer. Por eso, aunque  le ardían los ojos, siguió vigilando cualquier movimiento más allá del río.
 Ya no había malones, pero nadie estaba seguro. Madame Odette temblaba de miedo cuando escuchaba galopar, y a la señorita Claire se le cerraba el pecho y a todos les entraba un susto de muerte.
Don Gaspar Arrieta, el dueño de la estancia “Los espinillos”, iba y venía secreteando  con los otros hacendados de la zona. “Todo está perdido” le habían escuchado decir los peones más viejos.  Jesús siempre andaba entre ellos. También era un peón, pero los patrones lo distinguieron con un trato casi familiar, cada vez más distante a medida que se hacía hombre.  A él lo habían encontrado acurrucado al pie de un algarrobo cuando todavía se llamaba Quenicó.  Calcularon que tendría cinco años. Al principio lo creyeron muerto porque ni siquiera intentaba espantar las moscas que lo cubrían. Había corrido durante dos días enteros. Tenía su carita de niño y los brazos lastimados  por la paja brava. Los abrojos se le mezclaban con  la sangre  de las heridas  formando coágulos morados. Hijo de un capitanejo pampa y una cautiva,  Quenicó, había escapado de la toldería durante el ataque de los huincas. El chico debía su nombre a los ojos celestes que endulzarían luego los rasgos duros del rostro. La herencia gringa de su madre denunciaba mansamente la ignominia de la esclavitud.
 Para Madame Odette, joven y recién casada con el patrón, el niño fue un motivo para no morirse de pena tan lejos de Paris. Lo cuidó como a un hijo, pero eso duró solamente un año hasta que empezó a parir a los propios. Después desterró su identidad. Lo hizo bautizar con el nombre de Jesús y lo entregó a las indias que servían en  la cocina. El chico creció en los límites de la provincia,  arreando el ganado de los primeros estancieros de la zona.
En esos años fueron naciendo los hijos de Don Gaspar y Madame Odette.  El primero murió en el parto. Luego, dos varones aseguraron la continuidad del apellido. Por último nació la niña Claire.  Siempre estaba enferma, las pocas veces que se sentaba en el sillón de  la galería, su madre la rodeaba de almohadones y le leía historias en francés hasta que el aire  se ponía fresco y empezaba a ahogarse entre silbidos. Jesús la vio hacerse mujer desde lejos. Se aprendió de memoria el canela de su cabello, sedoso como las cintas que apenas lo sujetaban.
 Igual que los lirios blancos cultivados por Madame Odette, la joven era el milagro de la pureza en medio de la llanura feraz.
 La casona de la familia Arrieta era sólida y sin grandes lujos, como la noble sencillez del campo. Se destacaban los muebles oscuros que le daban un aire de severidad al comedor. La cocina se construyó separada de la casa principal. El techo y la paredes estaban tiznadas por la falta de ventilación y desde el amanecer las criadas preparaban el mate con galleta para los hombres que salían a trabajar temprano.
Jesús, fiel a su naturaleza mestiza, a veces se sentía afortunado y a veces resentido. Pero una vez fue feliz;  pendiente como siempre  de  la leve  presencia de Claire, una mañana de verano la vio a lo lejos volviendo de un paseo en bote  por la laguna con su madre.  Los camalotes les impedían acercarse a la orilla. Entonces él no dudó, se metió en el lecho barroso  y con el agua al cuello, empujó la pequeña embarcación hasta la tierra. La risa de ella fue como el tintineo de cien campanitas de plata juntas. Mientras le daba la mano para ayudarla a bajar, Claire le sonrió.  Jesús guardó el “gracias” de la muchacha en cada célula de su cuerpo. Desde ese entonces, sus insomnios fueron como espacios de luz en la oscuridad del rancho.
Durante la primavera de 1839  los ganaderos de la zona estaban arruinados.  No tardó en gestarse una conspiración. Entre sospechas mutuas se  organizó la rebelión contra el gobierno. Don Gaspar se comprometió en ella. No tenía ninguna experiencia en el ejército  así que contribuyó con armas y con su gente. Ya fueran criollos, indios o negros, la peonada no tenía opción.
 Las noticias falsas iban y venían. Las lealtades se ponían a prueba y la delación circulaba por ambos bandos.
Los hacendados que encabezaban el movimiento se prepararon para la lucha. En la estancia de los Arrieta, solamente quedaron las mujeres y un puestero armado. Los objetos de valor ya habían sido guardados en dos baúles.
 A Jesús, joven y buen jinete, lo pusieron al frente de una partida que debería unirse a los sublevados.  Una madrugada le ordenaron salir.  En el trayecto se fueron sumando hombres de otras estancias. Una columna leal al gobierno que venía desde Azul, les cortó el paso. Los gauchos sucumbieron ante la embestida de los soldados y se dispersaron. Jesús los reagrupó y ordenó la marcha hacia la laguna grande donde el grueso de las milicias rebeldes se preparaba para la batalla definitiva.  La superioridad de los soldados profesionales se impuso desde el principio. Uno de los jefes de la sublevación cayó muerto enseguida. Ahí nomás, le cortaron la cabeza. La novedad se expandió como un aliento envenenado. A partir de entonces, Jesús solamente pensó en escapar.  Lo espantó la idea de  los degüellos. Pero más lo aterraba imaginar las represalias contra las mujeres de la estancia. Le latía en las sienes la imagen de las enaguas desgarradas de Claire. Aprovechó la confusión y se escondió. Cuando pudo galopó como un demonio hacia  “Los espinillos”.  En su retirada  se topó con un milico que le abrió el muslo de un lanzazo. Él soportó el dolor de la carne desgarrada   y siguió  huyendo. Pronto se dio cuenta de que era inútil. El pelo del caballo se tiñó al contacto tibio con la arteria cortada de su pierna. Loco de dolor y debilitado por la sangría, se desplomó sobre una franja de  cardos  que bordeaba el camino y expiró malamente.
 El mismo sol que lo torturó hasta el final, golpeaba de lleno la cubierta del  barco que esperaba en la bahía de Samborombón a  los estancieros derrotados para llevarlos a Montevideo. La familia de Don Gaspar fue la primera en subir a bordo.
 Pocos días después, se anunció el indulto para los paisanos que habían participado en el levantamiento.  Todos aclamaron vivamente al Ilustre  Restaurador de la Leyes.






  Convivencia   Nuestra unión fue atravesar el mar de la vida. Bebiendo el sol a veces, o arrancándonos las medusas de la piel...